Un día amanecimos y la realidad había cambiado… un poquito.
Escuelas en silencio con sus pizarrones en blanco. Plazas desiertas, con calesitas detenidas y bancos sin calor humano. Comercios vacíos y agonizantes en un escenario de aislamiento y detención. Un microcentro sin adrenalina, con oficinas fantasma y segunderos que ya no apuran a sus trabajadores. Bares con tazas de café, esperando a un próximo y lejano encuentro.
Y en el interior de cada hogar: vidas que transcurren en el devenir diario. Con días similares pero diferentes, con humores oscilantes y rebeldes. Navegando en un sinfín de información que marea, confunde, preocupa…angustia. Cada tanto, por supuesto, el ingenio humano sorprende y reímos ante ocurrencias y chistes que circulan con muy buen atino. Y agradecemos la viralización (de la información, claro, no la del coronoavirus).
En medio de todo ello, muchos intentamos trabajar, seguir produciendo para no caer. Como si se tratase de un pedaleo, cuyo cese nos puede llevar al suelo. Acostumbrados a ello seguramente, pero en un contexto sin precedentes e igual de agotador que siempre.
Y buscamos entonces un espacio en el hogar donde sostener nuestra actividad. Un trabajar que al perder su propio techo, no distingue horas, ni fines de semana, ni feriados. Un trabajo que se invisibiliza y pierde dimensión, acoplado en medio de gritos, de juguetes, de negociaciones por uso de tablets y culpas por falta de real dedicación y presencia (ni en el hogar ni en el trabajo).
La ansiedad se eleva al sentir que uno no está ni en un lado ni en otro, estando aún presente en cuerpo. Se incrementa al sentir que el ritmo del otro es muy distinto al personal, que la realidad propia impide realmente tomar el mensaje positivo de “aprovechar la oportunidad”. Ansiedad que aumenta al son de experimentar que no vastan las horas humanamente posibles para sentirse satisfecho (en esto el coronavirus no vino a traer nada nuevo, sólo que se intensifica entre cuatro paredes).
Y mientras uno convive con ello, voces provocadoras se alzan, deslizando frases tales como “es tiempo de transformarse, de cambiar, de adaptarse”. Ideas no muy distintas a las que en su momento proclamó Charles Darwin, pero en una esfera de la velocidad, en donde la adaptación tiene que ser “ya” y donde lo novedoso y el pensar distinto es la moda.
Es claro que parte de nuestra esencia nos lleva a transformarnos, para adaptarnos, crecer y evolucionar. Pero, ¿no será mucho? Contextos como los que hoy vivimos son ya lo suficientemente complejos, difíciles y demandantes como para agregar mayores mandatos.
Esto no se trata de una apología al sedentarismo, al no desafiarse. Cuando la transformación fluye y uno se siente en su mejor estado, ¡festejémosla! Pero no nos forcemos en éstos momentos. La adaptación se dará en la medida que podamos transitar éstas situaciones con la suficiente inteligencia emocional, aquella que implica poder reconocer, detectar, comprender y administrar las emociones. Y para lograrlo, se comienza siendo fiel y genuino con uno mismo.
Los vaivenes emocionales están a la orden del día y en alza. Por ello, poder identificarlos y respetarlos constituyen una parte fundamental del proceso que nos lleve a encausarlos de una mejor manera. Mientras la cuarentena dure y luego de ella también.

Por Silvana Váttimo