– Por Silvana Váttimo

Desde tiempos ancestrales se conoce el poder y el valor de la palabra y de las narrativas.
Comenzando por los antiguos trovadores, por los sabios y eruditos, pasando por el relato del abuelo y la experiencia de vida de esa persona que tanto ha recorrido y aprendido, hasta llegar a la anécdota de aquel amigo chistoso que nunca nos cansamos de escuchar.
Cuando te cuentan una historia te miran a los ojos, te hacen ser partícipe y te cautivan.
Cómo olvidar aquellas palabras que nos emocionaron o nos hicieron “sentir”.
Los humanos somos seres orales y será por eso que la palabra ocupa un lugar tan privilegiado.
Las palabras dan existencia, denominan, marcan, impactan y contagian.
Pero también es cierto que las palabras se las lleva el viento y solo quedan huellas, algunas algo deformadas, de lo que fueron.
Las palabras se las lleva el viento pero las palabras enmarcadas en historias, aquellas que nos tocaron y nos sensibilizaron, quedan.
A veces, quedan en un rincón, tapadas por tantas otras palabras y estímulos que nos arrebatan. Pero cuando prendemos todas las luces, ahí están. Emocionantes y misteriosas. Trayéndonos nuevamente ese recuerdo, aquello que aprendimos, que nos remonta al escenario, a esa voz, a esa mirada que nos tocó.
Por algo será que en los primeros años de la infancia, el cuento y las historias ocupan un lugar tan privilegiado en los aprendizajes.
¿Por qué esa costumbre se pierde en la adolescencia y la adultez?
¿Será la falta de tiempo? ¿La presunción de que los cuentos son para chicos? ¿Que la fantasía debe ser reemplazada por la razón?
¿Por que no retomar el poder de las historias en el aprendizaje adulto?
Contémonos historias, dediquemos el tiempo para desarrollarlas. Cautivémosnos como público y sumergámosnos en las narrativas.
Para que no haya un colorín colorado a la imaginación y se abran las puertas de la creación y el aprendizaje.